dilluns, 15 de desembre del 2025

HERVÉ GUIBERT, HUMANO Y SERENO EN TIEMPOS CONVULSOS.

(Textos procedentes de Infobae y Homosesiribus)


Hervé Guibert es reconocido como escritor, y su obra literaria, que describe sus años de convivencia con el SIDA, ha generado considerable interés (Al amigo que no me salvó la vida, Gallimard, París, 1990; El protocolo compasivo, Gallimard, París, 1991). El público general lo conoce principalmente por coescribir el guion de El herido, junto a Patrice Chéreau (ganador del Premio César al mejor guion en 1984). Su trabajo como fotógrafo es menos conocido. 





Sin embargo, su fotografía constituye una parte importante de su obra. Primero, como crítico, en 1977, tras colaborar en varias revistas (Combat, Had, 20 ans, Cinéma, Les Nouvelles littéraires), se incorporó a la sección cultural del periódico Le Monde, donde trabajó como crítico de fotografía y cine hasta 1985 (sus reseñas se recogen en La Photo inéluctablement (Gallimard, 1999)). Y después como artista fotográfico.

Hervé Guibert comenzó a fotografiar en 1972, a los 17 años, gracias a una cámara que le regaló su padre. Su segundo libro (publicado en 1980) fue, de hecho, una fotonovela protagonizada por sus dos tías abuelas, Suzanne y Louise, una perspectiva sobre la vejez rebosante de amor y humanidad.

Guibert continuó fotografiando casi hasta el final, cuando abandonó la fotografía por un sueño de infancia: el cine. Realizó su única película, "La pudeur ou l'impudeur" (Modestia o Inmodestia), que documenta su declive hasta marzo de 1991. La primera exposición de estas fotografías tuvo lugar pocos meses después de su muerte, el 27 de diciembre de 1991, en la Galería Agathe Gaillard de París. La primera colección de sus fotografías fue publicada por Gallimard en 1993.



Tanto como el escritor, el fotógrafo Hervé Guibert poseía un talento excepcional. Sus fotografías en blanco y negro son exquisitas, elegantes, delicadas, frescas y tiernas, a veces con un toque de morbosidad. Como una extensión de su obra literaria, nos permiten vislumbrar su vida privada, ilustrando su prosa.

Pone en escena su mundo, así como el de sus amigos y amantes, en un diario narcisista donde momentos de la vida cotidiana se entrecruzan con fantasías surrealistas (El retrato de Juana de Arco, Autorretrato en la Rue du Moulin-Vert, 1981). Construye una fotonovela de su vida. En su mundo, donde los fantasmas parecen flotar, el tiempo parece suspendido y una suave seguridad nos envuelve. Aunque intuimos que la muerte acecha (como cuando se esconde en su apartamento como si estuviera bajo un sudario), el espacio es sereno y lleno de humanidad. En mi opinión, su obra fotográfica, lamentablemente aún poco conocida, es tan valiosa como su obra literaria.





"Siempre negaré ser fotógrafo: esta atracción me asusta; me parece que puede convertirse rápidamente en locura, porque todo es fotografiable, todo es interesante de fotografiar, y de un solo día de la vida, se podrían extraer miles de momentos, miles de pequeños fragmentos, y si uno empieza, ¿por qué parar?"

Sueño con que la fotografía parezca el mismo trabajo manual que la caligrafía. Sueño con que los fotógrafos empiecen a escribir y los escritores a fotografiar, que ya no haya intimidación entre ellos, que cada actividad sea lo indecible, lo innombrable… El Mausoleo de los Amantes: Diario, 1976-1991, Gallimard, París, 2001

Imagen fantasma

Inicio de su obra “Imagen fantasma”

(

photographe fantôme)

La fotografía es también un acto de amor. Una vez, cuando mis padres vivían aún en La Rochelle, en ese apartamento grande, rodeado por un balcón que daba a los árboles del parque y un poco más lejos al mar, decidí hacerle fotos a mi madre. Yo tendría entonces dieciocho años y había vuelto por un fin de semana. Supongo que era mayo o junio, un día de sol pero fresco, con una brisa agradable.

Ya había hecho, sin pensarlo, fotos de ella en vacaciones con mi padre, fotos inevitablemente banales que no decían nada de la relación que podíamos tener, de mi apego hacia ella, fotos que se limitaban a ofrecer obtusamente un rostro, una fisionomía. De hecho, por lo general, mi madre se negaba a que le hicieran fotos; afirmaba que no era fotogénica y que la situación la ponía tensa enseguida.

Si yo tenía dieciocho años, debía de ser en 1973 y mi madre, nacida en 1928, tendría entonces cuarenta y cinco años, una edad para la cual seguía siendo muy bella, pero una edad desesperada, en la que yo la sentía al límite extremo del envejecimiento, de la tristeza. Hay que decir que hasta entonces yo me negaba a fotografiarla porque no me gustaba su peinado, artificiosamente ondulado y lleno de laca, con esos marcados espantosos que le hacían, alternando con permanentes, y que abochornaban su rostro, lo enmarcaban lamentablemente, lo escondían y alteraban. Mi madre era de esas mujeres que presumen de parecerse a una actriz, Michèle Morgan en este caso, y van a la peluquería con una foto de esa actriz, encontrada en alguna revista, para que el peluquero, con la foto como referencia, reproduzca en ellas el peinado. Mi madre tenía entonces más o menos el mismo peinado que Michèle Morgan, a quien obviamente empecé a odiar.

Mi padre le prohibía a mi madre maquillarse y teñirse el pelo, y cuando le hacía fotos le ordenaba que sonriera, o se las hacía sin que se diera cuenta, fingiendo ajustar la cámara para que ella no pudiera controlar su imagen.

Lo primero que hice fue quitar a mi padre del escenario donde iba a hacer la foto, expulsarlo para que la mirada de ella ya no pasara por la suya, por sus exigencias, y librarla por un momento de cualquier presión acumulada durante más de veinte años, y que solo estuviera nuestra complicidad, una complicidad nueva, liberada del marido, del padre: solo una madre y su hijo (¿no sería la muerte de mi padre lo que yo quería poner en escena?).

La segunda etapa fue liberar su rostro de ese caótico peinado: sentado en el baño, yo mismo le mojé la cabeza bajo el grifo para alisarle el cabello y le puse una toalla para cubrirle los hombros. Llevaba una combinación blanca. Yo había probado varios vestidos viejos, como ese vestido azul con volantes y lunares blancos que asocio con un recuerdo de domingo, de fiesta, de verano, de placer. Pero el vestido ya «no le quedaba» a mi madre o me parecía demasiado: reclamaba mucha importancia, era demasiado llamativo y terminaba escondiendo una vez más a mi madre, pero en un sentido opuesto a como lo hacía mi padre, aunque, en retrospectiva, todos nuestros intentos lo que hacían era desnudarla. Ella tenía el pelo rubio, no tan largo, y se lo estuve peinando un buen rato para alisarlo totalmente a cada lado del rostro y que quedara sin volumen, sin imprecisiones, dejando brotar la pureza de sus rasgos: la nariz larga y recta, la mandíbula afilada, los pómulos altos y, por qué no, aunque la foto sería en blanco y negro, los ojos azules. Le puse un poco de talco, un talco pálido, casi blanco.

Después la llevé al salón, que estaba totalmente iluminado con esa luz suave y cálida, invasiva y tranquilizadora de inicios de verano. Acomodé uno de los sillones blancos entre las plantas verdes, la higuera, el árbol de caucho; lo ubiqué de costado para que la luz cayera con más suavidad y bajé un poco la persiana para atenuar la intensidad, que amenazaba con borrar, con aplanar el rostro. También saqué del posible marco visual de la foto todas esas cosas que podían distraer, como la mesa de plexiglás donde descansaban unos ejemplares de la guía de la televisión. Mi madre estaba sentada en ese sillón, con la combinación y la toalla sobre los hombros, y esperaba, erguida pero sin ninguna rigidez, a que yo terminara la preparación. Me di cuenta de que los rasgos se le habían relajado, vi cómo esas pequeñas arrugas que amenazaban con fruncirle la boca habían desaparecido totalmente. (Por un instante yo detenía el tiempo y el envejecimiento; iba de regreso a través del amor a mi madre). Ahí estaba, sentada, majestuosa, cual reina antes de ser ejecutada. (Ahora me pregunto si lo que esperaba no era su propia ejecución, porque, una vez que se había hecho la foto, que se había fijado la imagen, el proceso de envejecimiento podía volver a empezar, y con vertiginosa velocidad a esa edad, entre cuarenta y cinco y cincuenta años, cuando sorprende tan brutalmente a las mujeres. Yo sabía que cuando dejara de presionar el botón, ella dejaría pasar todo con desapego, serenidad, resignación absoluta, y que seguiría viviendo con esa imagen degradada sin intentar recuperarla frente al espejo con cremas y mascarillas).

Le hice fotos. En ese momento estaba en el cénit de su belleza, con el rostro totalmente relajado y suave, no hablaba mientras yo me movía a su alrededor; tenía en los labios una sonrisa imperceptible, indefinible, de paz, de felicidad, como si la bañara la luz, como si ese lento torbellino alrededor suyo, a distancia, fuera la caricia más suave.




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El mausoleo de los amantes (fragmento)

"Cuando veo el hermoso cuerpo desnudo, carnoso, de un albañil en una obra, no sólo me gustaría lamer, sino también morder, jalar, jamar, masticar, tragar. No descuartizaría, según la moda japonesa, a uno de esos obreros para apretujarlo en mi congelador: me gustaría comerme la carne cruda y vibrante, cálida, dulce e infecta. "





HABITACIÓN (fragmento de Imagen fantasma):

Ya es mala una habitación de hotel que no puede fotografiarse (que no produce el deseo de hacer ninguna foto). Cuando se llega a una ciudad, primero hay que fotografiar la habitación, como para marcar el territorio; capturar tu reflejo en el espejo, como para marcar la pertenencia temporal, como para atenuar el precio, como un testimonio de tu presencia. O se puede ocupar la habitación inmediatamente…haciendo el amor.





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