La pseudopsicología “New age” y
algunos movimientos de autoayuda nos venden humo. El objeto de la psicología es
colaborar con el proceso de maduración personal, con la búsqueda de tu propia
plenitud y autonomía. Cualquier otra cosa es falaz y no hace más que perpetuar
los patrones de vulnerabilidad e inmadurez de la persona. Este mes te escribo
para animarte a buscar tu plenitud y espero que, al terminar la lectura, te
deje de sorprender el título. Ya me contarás. (Artículo de Gabriel J. Martín, psicólogo de la Coordinadora Gai-Lesbiana y de Gais Positius)
Hay una frase que repito continuamente: “los gais
somos carne de psicólogo”. Todos mis pacientes[1] se
relajan mucho cuando toman conciencia de que ser homosexuales nos ha supuesto
una serie de requerimientos que, más tarde o más temprano, nos pueden llevar a
necesitar apoyo debido al desgaste psicoemocional vivido a lo largo de los
años. Saber que este desgaste es, hasta cierto punto, algo habitual devuelve al
paciente la sensación de que, hasta donde es humanamente posible, puede
encontrar ayuda para aprender a gobernar su vida... y eso es -ciertamente-
tranquilizador. Ya que esto es así, sería bueno que tuvieses claro qué es lo
que podrías (o deberías) esperar de una terapia.
Existe la psicología y
existe la pseudopsicología (aunque ser psicólogo no garantiza que ejerzas la
primera... pero eso es otra historia) y, dentro de la pseudopsicología, uno de
los conceptos más empleados es el del “niño interior”. Para algunos tenemos dos partes diferenciadas en nuestra
personalidad: el adulto y el niño interior donde éste hace referencia no
sólo a nuestro mundo emotivo sino también a los efectos que tienen los eventos
de nuestra infancia sobre nuestra vida actual. Existen cientos de técnicas,
libros, seminarios, talleres, etc. destinados a “sanar al niño interior”
en los cuales participan miles de personas... que vuelven a repetir el
seminario (o el taller) una vez... y otra y otra y otra... y que compran más
libros (y más y más y más)... y se pasan la vida sanando un niño interior...
que, por lo visto, no se “sana” nunca. Una de tres: o son unos pacientes
verdaderamente resistentes (que sí, que los hay), o son unos terapeutas
verdaderamente lerdos (que sí, que también los hay) o lo del niño interior… es
un cuento ¡para niños!
Una de las mejores
críticas al movimiento del Inner Child (muy popular en USA) que he leído
la hace Martin E. P. Seligman (ver referencias al final) demostrando que las
premisas sobre las que se sustenta todo el aparato teórico de esta ¿terapia?
son falacias y que, por ello, los resultados nunca van más allá que las que
obtendrías si pudieses desahogar tus penas con un buen amigo. El movimiento del
Inner Child afirma que los traumas de tu infancia tienen una
trascendencia absoluta sobre tu personalidad adulta, lo cual es falso. El ser
humano cuenta con capacidades psicoemocionales “de serie” suficientes como para
reorganizar su “mente” y recobrar la estabilidad emocional en un tiempo
adecuado. A esto sólo existe la excepción del TELP, como explico más adelante, y son casos muy
extraordinarios. La literatura, pero fundamentalmente el mal “cine psicológico”
han popularizado esta idea del niño interior cuyas heridas no sanadas les
convierten en un adulto disfuncional o en un asesino en serie (eso dependerá
del guionista, ya sabes). Todos nos quedaríamos tan contentos si realmente no
fuese nada más que una propuesta inútil e inocua. Pero no lo es, porque la
perspectiva de los terapeutas “rollo niño interior” es dañina en tanto que
constituye un culto a la victimización que sólo conduce a que perpetúes tus
comportamientos infantiles y dependientes... en el mejor de los casos.
[1] En
psicología existe cierta discusión acerca de cuál es el término adecuado, si
“paciente” o “cliente”. Algunas corrientes afirman que el término paciente
presupone una pasividad por parte del usuario así como considerarle alguien
“enfermo”. Por mi parte, aunque pueda coincidir en cierto modo puesto que
valoro -muy especialmente- que el paciente sea autónomo lo antes posible,
interpreto que el término cliente tiene unas connotaciones que me
desagradan aún más (no les vendo nada: les ayudo a que sean seres humanos más
felices) y parto de la base de que si alguien acude a mí es porque -realmente-
él mismo considera que necesita ayuda. Por tanto, el término que uso siempre es
el de paciente.
Ilustración de Albert Boté. |
Y digo “en el mejor de los casos” porque podría ser
peor y perpetuar uno de los roles victimistas que más perjuicio causan: el agresivo
(el “matadragones”). De este perfil y del perfil del “frágil” será sobre
los que hablemos antes de hacerlo sobre el hombre adulto.
¡No seas crío!
Vamos a empezar
poniendo las cosas claras: los seres humanos hemos nacido para convertirnos en
adultos y no para ser cachorros por siempre jamás, ya está bien de peterpanes
en este mundo. Permanecer en la inmadurez, en la vulnerabilidad, en la
indefensión, son señales de un proceso de maduración que no ha transcurrido
adecuadamente. Te pondré un ejemplo muy casero: tú me dices que te sientes
atemorizado porque “el mundo es un lugar amenazante donde todo el mundo está
enfadado y es agresivo contigo”. Y yo te contestaré con lo que, una vez, le oí
mi hermana: “eso de si la gente es buena o mala depende mucho de con quién
te andes”. Ser capaz de crear tu propio espacio social, en el que
interactúes mayoritariamente con personas constructivas, también es un signo de
madurez. Si el mundo es amenazante, querido, habrá que ponerse las pilas y mejorar
las habilidades sociales, aprendiendo a ser más selectivo y asertivo. Lo
anterior está muy relacionado con otra de las falacias que desmontó Seligman: la evidencia empírica nos ha
demostrado que los demás son imprescindibles para una vida con sentido y que
una de las cosas que mejor predice el bienestar de una persona es su capacidad
para mantener relaciones sociales nutritivas y saludables. Por ello no debemos
perpetuar el esquema mental de que los demás son una amenaza para nuestro niño
interior.
Bien,
si hemos nacido para convertirnos en adultos y no hemos madurado lo suficiente,
¿qué puede haber ocurrido por el camino? El proceso natural de maduración
sigue más o menos estos pasos: nacemos y somos vulnerables, dependemos del
cuidado de nuestros padres hasta una edad bastante avanzada (en comparación con
otras especies) vamos creciendo, acumulando experiencias y aprendizajes que nos
servirán en nuestra vida futura. Sin que ocurra en un momento concreto (aunque,
para muchos, viene marcado por un rito de paso[1])
nos convertimos en adultos y empezamos a comportarnos como tales en todas las
áreas de nuestra vida: laboral, familiar, económica, social, etc. Ello, por
descontado, ha supuesto que hayamos integrado nuestras experiencias y
aprendizajes en un sistema de creencias y valores propio y autónomo. Y que nos
hagamos conscientes del adulto en el que nos hemos convertido.
Sin embargo, a menudo
nos encontramos con procesos que no han seguido estas pautas y nos conducen
hacia otra dirección. Partimos de la misma situación de vulnerabilidad del niño
pero, en lugar de vivir experiencias que nos supongan aprendizajes, lo que
vivimos son experiencias que nos dejan secuelas (“traumas”). La mayoría de
estos eventos se superan con el tiempo (unos años) y se reconducen por sí solos
hacia la maduración personal. Sin embargo, algunas personas mantienen su
victimización. De éstos, deberíamos distinguir entre los auténticos casos de
TEPT[1]
(que necesitarán tratamiento y cuyo deseo es poder superar el trauma y vivir en
un mundo que no les atemorice y contra el que no estén enfadados) y, por otra
parte, los victimistas que son los que presentan un perfil con el que
pretenden hacer sentir culpables a los demás y -gracias a ello- conseguir un
beneficio personal.
Matadragones y frágiles.
Los victimistas tienen
un comportamiento que, en los casos más extremos, roza muy de cerca el
trastorno paranoide (algunos, de hecho, lo terminan desarrollando): se sienten
perseguidos, desconfían de los demás, son vengativos. A menudo son chantajistas
emocionales consumados, muestran agresividad (verbal e incluso física) y
cualquier crítica, por muy constructiva que sea, les parece un insulto
gravísimo que, por descontado, jamás olvidarán. A este tipo de victimistas, yo
les llamo “matadragones” porque, en su delirio, consideran que ellos son una
especie de almas puras que están en el mundo para detectar todos los malandrines
que por él pululan, desenmascararlos y acabar con ellos. Se consideran a sí
mismos “defensores de causas justas” y (seamos sinceros) si no fuese por el
malestar que ocasionan a causa de sus intoxicaciones, realmente darían penita.
Precisamente una de las intoxicaciones que más frecuentemente emplean es la de
la retórica victimista[2]
descalificando a las personas que les presentan argumentos contrarios a los
suyos con el fin de demonizarlas y convertir el debate en una cuestión
de “buenos y malos” en lugar del intercambio de argumentos con fundamento que
debería ser.
Otros
victimistas no tan extremos son aquellos de perfil “frágil” que se diferencian
de los anteriores en que no son tan agresivos. También son desconfiados y se
sienten perseguidos pero, en lugar de atacar al mundo, buscan a alguien que los
defienda del él. Se parecen a los “matadragones” en que utilizarán su misma
retórica victimista para imponerte sus opiniones.
La
diferencia entre estos dos perfiles y el de la persona que sufre un TEPT
estriba en que estas últimas quieren recuperar su confianza en el mundo, que no
consideran que toda la humanidad (ni gran parte) sea perversa y, de hecho,
muchos incluso se sienten muy mal contándole sus problemas a otras personas
“porque no quieren molestar”. Estas personas están sobrepasadas por su dolor y
lo que necesitan es ser ayudados a recobrar su fortaleza y su autoconfianza.
Los otros, los “matadragones” y los “frágiles”, sólo pretenden imponer sus
criterios a los demás a costa de hacerles sentir culpables.
Bueno, vale: lo dejo.
Imagina que te haces
consciente de que un cierto perfil victimista sí que tienes (por decirlo
elegantemente). O que no te das ni cuenta pero empiezas a analizar porqué tus
relaciones no funcionan nunca bien y comienzas a encontrar puntos comunes entre
todos tus ex. Puntos comunes como, por ejemplo, que todos te trataban como si
fueses “un poco inútil”. Imagina que un buen amigo (de esos tan buenos que te
dicen la verdad a la cara y, además, te hacen propuestas saludables para
ayudarte) te dice que “a veces te pasas un poco haciéndote la víctima”.
Oh, oh... puede que necesites cambiar alguna cosa ¿no crees? Imagina que te
apetece y que me preguntas “¿y qué puedo hacer?” Mi respuesta (¡evidentemente!)
será que acudas a un/a psicólogo/a. Es más que probable que, en consulta,
aparezcan muchos temaspendientes y, por esta razón, será preferible
que realices el proceso acompañado por un/a especialista. Yo te enumeraré
algunas de las técnicas que empleamos pero el cómo, el cuándo y el para qué,
son tan importante como el qué. Así que -si de verdad te lo planteas- busca
apoyo especializado (¿ves? no lo digo sólo por ganar pacientes).
[1] Trastorno
de Estrés Post Traumático, habitual en víctimas de violación, agresiones extremas,
accidentes graves, fallecimiento de varios familiares a la vez, etc.
[2] He
comprobado que la wikipedia trae unos ejemplos muy ilustrativos sobre qué es la
retórica victimista. Leyéndolos te harás una mejor idea de cuántos de los que
conoces recurren a este tipo de argumentario.
[1] Rito
de paso es un
concepto antropológico que se refiere a acontecimientos que separan claramente
etapas de nuestra vida y que suelen conllevar un cierto ceremonial. El soltero
pasa a casado con el matrimonio, el niño judío pasa a ser un hombre con su Bar Mitzvà, etc. Hay docenas de
ejemplos en cada cultura. Independizarse de los padres es uno de los ritos de
paso más extendido en nuestro actual contexto.
Madurar, plenitud y reírnos de nosotros mismos.
Nosotros,
los gais, que a veces somos tan presumidos como para ponernos ropas de ésas que
los heteros se ponen con diez años menos, no llevamos especialmente bien
conceptos que tengan que ver con “hacerse mayor”. Vale que vas al gimnasio y
que no tienes tripa cervecera. Vale que, ya que “cuanta menos tela, más cara la
camiseta”, haya que amortizar las inversiones en ropa vistiéndola. Vale que la
fruta madura antes de pudrirse. Pero sinceramente, maricón, una de las mejores
maneras de demostrarse respeto a uno mismo es no comportándose como un crío ¿no
crees? (te pongas la ropa que te pongas... porque eso es lo de menos, ¿no?).
Encuentro que un
término muy adecuado para definir lo que pretendo explicar es el de plenitud.
Alguien en su plenitud no es alguien acabado o terminado, sino alguien
“completado” a quien ya no le falta nada para poder continuar su camino o
emprender otro nuevo. La plenitud, además, incorpora ese matiz de “adquisición
de experiencia previa que nos configura y que nos convierte en lo que somos” y
eso me gusta, porque el principal modo de alcanzar la plenitud es a través de
la búsqueda del sentido, a través de la búsqueda de todo aquello que nos ha
proporcionado las herramientas para movernos en nuestro mundo... para
desenvolvernos, para desarrollarnos. Encontrar el sentido de nuestra vida es
algo tan importante para el ser humano que hemos inventado la religión para
poder lograrlo y, cuando por alguna razón no lo conseguimos, nos vemos abocados
a crisis que suelen ser muy profundas. Encontrar el sentido de nuestra
existencia o darle un sentido nuevo es un trabajo
interno que requiere esfuerzo y disciplina pero que, una vez conseguido,
constituye una de las cinco raíces[1]
del bienestar psicológico.
Antes
de ello, probablemente, tendrás que hacer otras cosas que te ayudarán a
abandonar tu perfil de víctima (si es que ése era tu caso):
- Buscar el sentido de tu biografía: ¿qué te ha aportado? ¿para qué te ha preparado?
- Reconocer tus errores y solucionarlos. No cargues más culpa en los demás que la que, objetivamente, tienen.
- Focaliza tu rabia adecuadamente: ¿todo el mundo es malo o sólo algunas personas? Enfádate (si quieres) con las personas que te han hecho objetivamente daño. Analiza si fuiste tú quien les hirió primero (y discúlpate) o si -realmente- tienes motivos para quejarte de su comportamiento. En tal caso, haz lo siguiente:
- Pasa de la queja a la necesidad. Pregúntate “de esta situación que me duele, ¿qué me disgusta realmente?, qué puedo cambiar? Habla con quien corresponda sobre las disculpas o aclaraciones que necesitas. Enfréntate a la persona o a la situación concreta,. Resuelve bien este duelo.
Un gay adulto es...
La
broma fácil sería contestar: “...¡un personaje de ficción!” pero no la gastaré
(tengo muchos amigos que son pruebas vivientes de que los gais adultos
existen). En lugar de ello, expondré los beneficios más sobresalientes de
llevar a cabo este proceso de búsqueda de sentido y de integración de las
experiencias vividas. Te servirá, además, para reconocer a otros gais adultos
con los cuales construir relaciones saludables.
Un hombre que ha
llevado a cabo el proceso a través del cual ha sido capaz de extraer
los aprendizajes de su vida, como dije anteriormente, es un hombre que ha
construido con ellos un sistema de creencias y valores propio. Esto significa
que ha aprendido a ver la vida como a él le ha enseñado su experiencia sin prejuicios
ni preconcepciones, ni basándose en “deberías” ni en las expectativas de nadie,
sino tal cual es. Eso le libera de presiones, de culpabilidades y de tener que
responder a ningún tipo de expectativas que no sean las suyas propias. La
vida no es lo que suponemos, sino lo que vivimos. Los aprendizajes a los
que hago referencia no tienen porqué ser “perlas de sabiduría que iluminen a
quien las oiga”, sino tan sólo una forma propia de ver la vida y de sentirse
cómodo en la suya (lo cual, por otra parte, no es poca cosa). Quien lo logra,
logra otras muchas cosas como el ser autónomo.
La
etimología de las palabras es maravillosa porque nos nutre con toda la
genealogía de ideas que esa palabra transmite. Fíjate: autónomo viene del
griego “autos” (propio) y “nomos” (leyes) por lo que un hombre
autónomo es alguien que tiene sus propias leyes, sus propias normas, unos
principios propios por medio de los cuales se rige. Como hemos visto
anteriormente, tomar conciencia de lo que tu vida te ha enseñado y de cuáles
son tus propios valores es un buen camino para encontrar sentido a tu vida.
Encontrar sentido y ser autónomo está muy relacionado.
Otra
de las características del hombre adulto es que, gracias a que es autónomo en
sus propios criterios, resulta alguien bastante independiente o, lo que es lo
mismo, alguien que es no-dependiente. Es en este sentido en el que debe
entenderse la palabra “independiente” (y no en el de “pasota” o “dejado”).
Tener tus propios criterios ayuda a no necesitar desesperadamente la aprobación
por parte de los demás.
Un beneficio más de
haber tomado conciencia de los aprendizajes que se han adquirido es que uno se
hace responsable. La etimología de esta palabra me fascina especialmente. Solemos considerarla sinónimo de “el
que se hace cargo de” lo cual no es incorrecto, pero sí incompleto.
Responsable viene del latín “responsum” (respuesta) y el sufijo “-able”
que significa “capaz de” de manera que responsable es aquel “capaz de dar
respuestas”. Un hombre consciente de lo que la vida le ha enseñado es
consciente de sus habilidades, de sus potenciales, de las respuestas que puede
dar. Sabe también sus límites y adónde no puede llegar. Y también sabe hasta
donde -aún pudiendo- no quiere llegar. ¿Qué mejor manera de ser responsable que
siendo consciente de lo que puedes o quieres hacer y de lo que no? Los demás siempre
sabremos a qué atenernos contigo y nunca habrá decepciones. Tus respuestas
serán verdad y tus relaciones, saludables. Todo gracias a que has tomado plena
conciencia de tus potencialidades y de tus límites.
Así,
serás alguien en quien confiar (incluso para ti mismo) lo cual enlaza con otra
de las características del gay adulto: serás un hombre confiado porque
sabrás todo lo que puedes hacer. También sabrás lo que no puedes hacer. Te enfrentarás
a la vida con una perspectiva mucho más realista y el riesgo de fracaso será
mucho menor. Eso no significa que no te atrevas a nada nuevo, significa que lo
harás desde la confianza en ti mismo y un fracaso será, para ti, solamente un
intento que no salió bien y no un suceso desastroso. ¿Y a qué te conducirá todo
ello? Cariño, a ser un hombre realmente equilibrado en el sentido de ser
un hombre centrado. Equilibrado porque harás todas las cosas desde tu centro,
sin que ninguna fuerza exterior tire de ti, sin altibajos enormes, sin que la
vida te empuje sino fluyendo con ella, pero guiado por ti mismo.
Quizá un día
cualquiera, paseando, descubras que vuelves a sentir aquella ilusión por la
vida que tuviste de pequeño. Y las ganas de probar cosas nuevas, de conocer el
mundo. De atreverte a conocer gentes, a probar trabajos, a tener iniciativas.
Ganas de divertirte, de hacer cosas sólo por el placer de hacerlas. Quizá de
repente te des cuenta de que la vida es sencilla y de que te gusta.
Cuando eras pequeño creías que lo
podías todo. Ahora que eres un hombre adulto sabes que lo puedes todo. No sé
tú, pero yo creo que merece la pena demostrarse respeto hacia uno mismo.
Busca
a tu niño interior ya sabes lo que le tienes que decir.
P.D.:
En esta ocasión quiero agradecer a Albert Boté que me haya utilizado como
“modelo” para la ilustración del adulto y el niño. Siempre eres amable y genial
a partes iguales, pero esta vez me ha hecho una ilusión especial. ¡Gracias,
nano!
Referencias:
Seligman, M. E. P. (2007). What you can
change... and what you can't: learning to accept who you are. Vintage Books. New York. Este
(fantástico) manual fue traducido al español con el título “No puedo ser más
alto, pero puedo ser mejor” (editorial Grijalbo) pero, en estos momentos, esta
fuera de catálogo y sólo puede conseguirse el original en inglés.
[1] Las otra
cuatro son: emociones positivas, relaciones saludables, implicación y logros.
Algún día hablaremos de ellas.
Siempre he pensado que la infancia se acababa convirtiendo en la gran coartada para no madurar, por eso a veces me irritan ciertos comportamientos, tal vez porque yo no es que tuviera una infancia demasiado feliz, bueno más o menos como cualquiera de mi generación, pero aprendes a ver la vida por tus propios ojos y a valorar las cosas y discernir.
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